En el fondo de una casa, sobre un elástico de cama, unos pedazos de carne cocinándose. El domingo y la misa del turismo carretera por la radio. Seis hombres con camisa y pantalones cortos rodeando una mesa, jugando al truco mientras toman un cinzano.
El ascensor llegando al piso 16, la minifalda y el solitario minimizado a las 9 y media de la mañana. Una paloma choca contra la ventana y cae atontada. La llama en el horizonte, el paraguas en el portafolios, la alarma del coche.
Las briquetas. El carro del supermercado. Las bandejitas de tergopol. El pack de agua mineral. Las pastillas para encender el fuego. El alcohol en gel. El cif. Las pastillas contra las polillas. Las pastillas contra la humedad. Los televisores de pantalla plana. Los partidos de fútbol. Los canales de deporte. Las propagandas.
En la playa de estacionamiento, un auto recalentado entra en cortocircuito. De a poco se prende fuego. Los tapizados, los asientos, las alfombras, el volante, la mugre, se cubre de llamas, la gente lo rodea en silencio, son las 8 y media de la noche y se siente como una ballena varada en la arena, muriendo muy despacio, gimiendo sus últimas respiraciones entre el ruido del mar y los fierros retorciéndose de a poco. Un nene se trata de acercar para tener una visión un poco más clara de la muerte, pero el papá no lo deja.
Para las doce de la noche los bomberos han resuelto todo y en la playa se van apagando las luces. Unos chicos, con sus tablas se acuestan en el suelo a mirar las estrellas y fumar callados.
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