Diálogos y juguetes, de Martín Calabrese

El punto de luz que se cuela por la persiana cerrada traza un recorrido en el cuarto, dibuja una J y termina por posarse en un ojo sentado contra la pared, que no pestañea. La luz se refleja y el cuarto de repente parece iluminarse. Hay una docena de lapiceras, que solas, bailarinas encantadas, paradas sobre cuadernos, en los márgenes, con renglones, sin ellos, con resúmenes de cuentas, van garabateando las primeras palabras de un niño.
Un gigante a caballo recorre la Vía Láctea, cambiando los foquitos que se van quemando y cada tanto mastica una que otra estrella que devuelve en forma de carcajada. Mientras tanto dialoga con su bolsillo, en donde hay un libro parlanchín escrito por unas biromes autónomas que saltan al papel.
Nada es lo que parece, o sí, porque nada se ha de escribir con la pretensión de verlo en caracteres dorados, en un libro que nadie lea. Cada generación cree que es la peor, cree que es el fin del mundo. La tradición será entonces una falta de respeto y subirla en la bicicleta una necesidad, para que no se apolille en una biblioteca. Sacarle conversación. Trazar las propias palabras azul sobre azul en papeles que se agujerean, con unas sensaciones propias. Porque podemos escribir con la camisa arrugada, en estos tiempos. La revolución quizás sea poner la pava para el mate.

Reseña por Pedro Bedascarrasbure

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